Es
innegable que la encarnación implica misterio más allá de la comprensión
humana. ¿Cómo pudo el Dios eterno, infinito, Creador de todas las cosas,
convertirse en un ser finito con limitaciones y debilidades humanas? Aunque no
podemos entenderlo, la Biblia nos pide claramente que lo creamos. Las
Escrituras declaran que Jesús, el Mesías, es verdaderamente tanto Dios como
hombre.
Jesús mismo declaró claramente su
preexistencia y deidad cuando dijo:
- De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy (Juan 8:58).
En Marcos 2:1-12, Jesús proclamó su autoridad para perdonar
el pecado, y en Mateo 25:31-46, Jesús declaró que juzgará al mundo. Sus
enemigos entendieron el significado de estas afirmaciones. Ellos dijeron:
- ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios? (Marcos 2:7).
Por
consiguiente, querían crucificarlo, específicamente por la acusación de
blasfemia. Ellos dijeron:
Nosotros
tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo
de Dios (Juan 19:7)
Y
cuando sus enemigos exigieron que Jesús dijera si era o no el Cristo, Él
contestó:
- Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo (Mateo 26:64).
Aunque
hay numerosos pasajes en todo el Nuevo Testamento que se refieren a la deidad
de Cristo, muchos también se refieren a su humanidad. Por ejemplo, en el primer
capítulo de su Evangelio, el apóstol Juan declara tanto la deidad de Cristo como
su humanidad.
Por
medio de su Hijo, Dios compartió el sufrimiento de sus criaturas. Hasta
experimentó sus tentaciones:
- Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado (Hebreos 4:15).
Aunque
reconocemos la naturaleza paradójica de la afirmación de que la segunda persona
de la Trinidad, el Hijo eterno de Dios, se hizo verdaderamente humano, no
podemos negar la verdad de este acontecimiento sin rechazar el significado
llano de las Escrituras. Filipenses 2:5-11 nos dice cómo Cristo,
voluntariamente, renunció al ejercicio independiente de sus atributos divinos.
Lo hizo para ser el gran Sumo Sacerdote “que fue tentado en todo según nuestra
semejanza” (Hebreos 4:15). De alguna manera, el Verbo
se hizo carne, asumiendo voluntariamente un papel subordinado al Padre.
Una
de las afirmaciones más fuertes de las Escrituras sobre la encarnación se
encuentra en 1 Juan 4:2-3:
- En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.
Muchas
de las batallas dentro de la Iglesia en los primeros 400 a 500 años de
existencia estuvieron centradas en la necesidad de definir la relación entre
las naturalezas divina y humana de Cristo. La mayor batalla de la Iglesia
acerca de este asunto ocurrió cuando los 3 intentaron definir la naturaleza divina de
Jesús de una forma que la distinguía y separaba del Padre. Los arrios sostenían
que el Padre es eterno, pero el Hijo no. Enseñaban que aunque el Hijo es el
mayor de todos los seres creados, y además el Creador del mundo, no es “de la
substancia de Dios”.
Providencialmente,
el partido encontró un dedicado oponente en Atanasio de Alejandría. Éste
razonaba que si Jesús no fuera verdaderamente Dios, su muerte no podía tener el
infinito valor necesario para expiar los pecados del mundo. Este argumento a la
larga proporcionó las bases para la victoria de la posición ortodoxa de que
Cristo posee dos naturalezas, una divina y otra humana, unidas en una persona.
Es Dios y hombre, no mitad Dios y mitad hombre. Es tan humano como si no fuera
Dios; y tan Dios como si no fuera humano.